Mandinga Tattoo es uno de los salones de tatuaje más importantes del continente, pero Diego, su fundador, cuando tenía 14 años, dejó el colegio para salir a trabajar y colaborar en su casa.
El primer tatuaje se lo hizo después de ver el de un amigo: “se había tatuado en un baño del mercado central, asique nos juntamos varios y fuimos en búsqueda del tatuador”. Después de eso cambió todo: “a partir de ese momento salí de ahí y dije, es el sueño de mi vida”.
Pero en 1991 los tatuajes estaban mal vistos por la sociedad, y por su papá: “estaba tocando la guitarra, me sacó la guitarra y me pegó con la guitarra en la cabeza”
Ni eso lo iba a parar y dos años después de trabajar como mantero, consiguió comprar su primera máquina para tatuar. Llegó al barrio con su valija y al primero que encontró, su cuñado, lo tatuó gratis.
Su madre compraba melones a escondidas del padre para que Diego pudiese practicar. Todos sus amigos querían tatuarse, así que hacían fila: “todo el barrio estaba tatuado por mi…”.
Vio la oportunidad de convertir su sueño en negocio cuando se abrieron locales en Belgrano y Flores. Él necesitaba seguir tatuando y la vieja galería cerca de la estación de Lugano iba a ser su primer estudio. Pero el tatuaje no estaba ni cerca de ser lo que era hoy y Diego pasaba semanas sin tatuar.
Los únicos que querían tatuarse eran ex convictos, que por el boca en boca se enteraban de que había un tatuador que tapaba cicatrices y arreglaba viejos dibujos.
Al cabo de un año cerró el local y decidió volver al lugar donde se había tatuado por primera vez: el baño del mercado central. Tiempo después hasta ese recurso se volvió insostenible. El sueño de Diego parecía inalcanzable y su mujer le decía que se olvide del tatuaje y buscara otro camino.
La situación era crítica. No tenían ni un peso para el colectivo, y hasta a veces ni para comer.
Pese a tener todo en contra, volvió a alquilar el mismo local. Las cosas no eran fáciles, pero estaba trabajando de nuevo. Había nacido Mandinga.
El tatuaje empezaba a popularizarse y era más simple traer materiales de afuera. Ya no tatuaban ex convictos y tenían un nombre fuerte. El lugar empezaba a quedarle chico.
Parecía increíble; de tatuar en un baño, ahora Mandinga crecía tanto que para Diego era hora de convertirse en dueño de su propio lugar. Su mujer pensaba diferente. Ella quería sacar un crédito para un departamento. Diego quería pagar el departamento con las ganancias del local.
Cuando todos sus amigos salían los fines de semana, Diego, a sus 26 años, se acostaba temprano para ir a trabajar al otro día. En su mente solo valía pagar el crédito del local. Lo pagó, y poco a poco se transformó en referente del tatuaje en Argentina.
Años de crecimiento se vieron amenazados por la mudanza del Tattoo Show del Hotel Bauen, a La Rural. Si le iba mal, se fundía. Tenían que llevar mucha gente solo para cubrir gastos. Y cuando estaba por dejar todo, su mujer se dedicó a impedir que el proyecto fuese un fracaso.
Para su sorpresa, no solo les fue bien sino que con las ganancias compraron el local donde ahora está Mandinga.
El más reciente y emocionante acierto de Diego y Mandinga Tattoo es un acto solidario: tatúa de forma gratuita la reconstrucción de las aureolas de las mujeres que padecieron cáncer de mamas. Hoy ya pasaron más de 400 mujeres por el local.
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